«De todas las broncas políticas que padecemos hoy en España –y también, cada cual a su modo, en otros países europeos- ninguna resulta más inquietante que la disputa sobre el laicismo de la sociedad democrática. Es un debate que preocupa porque no gira en torno a una cuestión secundaria, acerca de la cual caben diversas posiciones ideológicas igualmente válidas, sino sobre una de las paredes maestras de nuestro sistema de libertades. Un punto fundamental pero que todo parece indicar que irá adquiriendo aún mayor importancia en nuestro futuro pluralista y heterogéneo. Por decirlo de entrada y de una vez: las democracias modernas han de ser laicas no para complacer a sus gobernantes menos piadosos sino para cumplir su función esencial, es decir, la defensa e ilustración de la libertad de conciencia y de elección entre los ciudadanos. Los individuos particulares pueden ser religiosos de mil y una maneras, escépticos, ateos o perpetuos indecisos, asombrados por lo misterioso del cosmos: pero el Estado de derecho ha de tratarles a todos de igual modo, es decir, ha de respetarles y considerarles exclusivamente en cuanto laicos. No parece difícil de entender… ¡pero hay que ver la de tonterías que oímos mañana y tarde al respecto!
Para empezar, dos falsedades: primera, la que opone la laicidad ( hoy ya aceptable a regañadientes por los clérigos menos integristas de cualquier credo) y el laicismo (agresivo, intransigente y enemigo de toda trascendencia espiritual). Sencillamente, es un espantajo. En realidad, las iglesias llaman “laicismo” a cualquier aspecto de la laicidad que no les conviene o que la hace un poco más institucionalmente efectiva. Según esta grotesca nomenclatura, el “laicismo” es la laicidad en marcha y la “laicidad”, el laicismo claudicante o en retroceso. Segunda falsedad, insistir en que constitucionalmente España es un país “aconfesional” y no “laico”, como si lo uno significara que el Estado debe fomentar todas las religiones y lo otro que piensa hostilizarlas a todas. Sandez sobre sandez. El laicismo no persigue a los creyentes (esas persecuciones siempre se hacen por motivos religiosos, incluido un ateísmo elevado a dogma inquisitorial) sino que da campo abierto a todas las creencias por igual, pero en la conciencia de cada cual. Naturalmente no reprime que esa conciencia se manifieste de modo público, pero exige que sea a título privado y no con respaldo gubernamental. Y entre las creencias que ampara esa libertad religiosa está la de quienes opinan críticamente sobre los dogmas religiosos y sus imposiciones morales o pseudocientíficas. Los que hablan de religión para decir “no” son tan respetables a todos los efectos religiosos como quienes dicen “sí”. Voltaire, Freud o Nietzsche son pensadores religiosos, tal como Santo Tomás o Pascal.
Para empezar, dos falsedades: primera, la que opone la laicidad ( hoy ya aceptable a regañadientes por los clérigos menos integristas de cualquier credo) y el laicismo (agresivo, intransigente y enemigo de toda trascendencia espiritual). Sencillamente, es un espantajo. En realidad, las iglesias llaman “laicismo” a cualquier aspecto de la laicidad que no les conviene o que la hace un poco más institucionalmente efectiva. Según esta grotesca nomenclatura, el “laicismo” es la laicidad en marcha y la “laicidad”, el laicismo claudicante o en retroceso. Segunda falsedad, insistir en que constitucionalmente España es un país “aconfesional” y no “laico”, como si lo uno significara que el Estado debe fomentar todas las religiones y lo otro que piensa hostilizarlas a todas. Sandez sobre sandez. El laicismo no persigue a los creyentes (esas persecuciones siempre se hacen por motivos religiosos, incluido un ateísmo elevado a dogma inquisitorial) sino que da campo abierto a todas las creencias por igual, pero en la conciencia de cada cual. Naturalmente no reprime que esa conciencia se manifieste de modo público, pero exige que sea a título privado y no con respaldo gubernamental. Y entre las creencias que ampara esa libertad religiosa está la de quienes opinan críticamente sobre los dogmas religiosos y sus imposiciones morales o pseudocientíficas. Los que hablan de religión para decir “no” son tan respetables a todos los efectos religiosos como quienes dicen “sí”. Voltaire, Freud o Nietzsche son pensadores religiosos, tal como Santo Tomás o Pascal.
Por centrarnos en la iglesia que más de cerca hemos padecido hasta ahora, la católica, no deja de ser algo cínico que tras su comportamiento durante las dictaduras de Franco, Pinochet, Videla, etc… (por no remontarnos al nazismo) sostenga hoy que el respetuoso laicismo democrático –que sólo la “persigue” en el sentido de que no la favorece y subvenciona…o así debería hacer- es la antesala del totalitarismo que pisotea los derechos humanos. ¡Lo que faltaba, la mujer de Putifar metida a consejera matrimonial! Y lo mismo puede decirse de los sermones eclesiales sobre cuestiones nacionalistas. Hemos padecido durante décadas –en el País Vasco o en Cataluña- a clérigos entusiastas de los separatismos más obtusos. Y ahora aparecen obispos que quieren convertir la españolidad en dogma de fe. Algunos laicistas que creemos en la necesaria cohesión del Estado de Derecho les pedimos que, por favor, no pretendan defender a golpe de homilía la unidad de España: en su boca suena a engañabobos, como todo lo demás.»
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